Cómo cambiar de película sin que se enteren tu aita y tu ama
Eran locuaces y divertidos en euskera pero torpes y parcos en castellano, eficientes hasta la minucia en las labores del caserío pero limitados y perdidos entre los nuevos ingenios que traía la modernidad. Aquellos laurotarras habían sido diseñados para un tempo lento y consabido, pero de pronto se les vino encima el vértigo, ay.
Astobieta era uno de esos ejemplos de estilo raso y sencillez espartana, un caserío donde no había lámparas de araña ni sillones mullidos y por no haber no había ni un mísero libro, salvo los que fueron apareciendo a medida que mis hermanas y yo comenzábamos los estudios, libros de Anaia y Santillana, ediciones de Cátedra sobre Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, Platero y yo, La Celestina, Mio Cid, etc. Había habitaciones con un sólo punto de luz o ninguno, había un único water de esos que no tienen taza y en los que para hacer de vientre debías ponerte de cuclillas, y tampoco disponíamos de más calefacción que la chapa de leña situada en la cocina, lugar en el que se amontonaba la familia cuando llegaban los fríos roedores de diciembre, amén de una recua de gatos propios y ajenos que de pronto te dejaban pasarles la mano por sus lomos, detalle que muestra hasta qué punto nos azotaba aquel frío húmedo, poroso, insistente, pues los gatos solían mantenerse ariscos y salvajes durante el resto del año. Tampoco tuve agua corriente hasta los nueve años, la que pusimos nosotros mismos haciendo un pozo debajo del horno; y contaba con trece cuando llegó el agua buena y de verdad, esto es, el agua puesta por el ayuntamiento, el agua testada y canalizada y tratada en serio por aquellos ténicos en los que tanta confianza depositaba mi tío. La llegada del agua, unida a la aparición casi coincidente de las excavadoras que abrirían una carretera de dos carriles desde el centro de Loiu a Mungia, constituyó una revolución que cambió Lauros y la acabaría integrando poco a poco en la modernidad, pero ni siquiera entonces mi padre y mi tío se pusieron de acuerdo para instalar agua caliente. Sé que lo discutieron arduamente pero no consiguieron llegar a ningún acuerdo, y ello porque consideraban que el agua caliente no era necesaria. El agua caliente, además, era mala para la salud.
–El agua fría es lo mejor, eso dicen los médicos.
–Cállate, aita.
–Eso es cierto: tú vete a un médico y verás lo que te dice.
Me pasé por tanto los treinta años de Lauros sin conocer lo que era el agua caliente, de forma que al llegar a Madrid y ponerme a vivir en Mira el Sol, a la primera que entré en la ducha y calibré los grifos de mi pequeñísimo piso de alquiler, me puse a disfrutar del agua durante más de una hora, feliz de la vida, paladeando segundo a segundo aquella delicia de temperatura, pues no es cierto que ducharse con agua fría sea sólo cuestión de acostumbrarse, o al menos yo no conseguí acostumbrarme en un espacio de tiempo tan largo como tres décadas. Aquel fue uno de los casos nada infrecuentes en que mi tío y mi padre pusieron en marcha sus esquemas estrechos y obcecados que relacionaban todo lo nuevo con lo prescindible y con los caprichos habituales “de los de Neguri”, por lo que Astobieta se convirtió en uno de los pocos caseríos de Lauros que entró en el siglo XXI sin agua caliente, pues en aquel asunto los demás laurotarras se mostraron por lo general juiciosos. Mi padre se había pertrechado además de unos argumentos de defensa estupefacientes, según los cuales los que vivían en caseríos con agua caliente acababan por lo general calvos o semicalvos, mientras que en Astobieta todos lucíamos un cabello esplendoroso que sólo podía deberse a las excelencias del agua fría. Y es cierto que tanto mi padre como mi tío conservaron todo su pelo hasta la muerte.
–Estragos –insistía mi padre, que gustaba de repetir las palabras que le parecían difíciles–. El agua caliente hace estragos.
También nuestras costumbres culinarias eran sencillas. El menú consistía casi siempre en sopa y después alubias, lentejas, vainas, garbanzos, acelgas o berza, y de segundo algo rebozado o croquetas, empanadas, tortilla, sanjacobos, lirios, alguna vez guisado, pero rara vez: apenas probábamos carne. Siempre había una fuente enorme de ensalada en la que pinchábamos todos y a veces al unísono. Comíamos en un plato hondo en el que se echaban las dos comidas; el plato llano se reservaba para Navidad, Año Nuevo y las fiestas de San Miguel, fechas en las que también disfrutábamos de la felicísima singularidad del kas limón, el kas naranja y la coca-cola. La situación mejoró cuando mi hermana mayor comenzó a salir con el que acabaría siendo mi cuñado, quien se convirtió en una de las grandes noticias de mi vida en Lauros: gracias a él, y por el sólo hecho de aparentar una holganza que no teníamos, mi madre instituyó con frecuencia el kas, la coca-cola y el segundo plato, y pude olvidarme de algunas costumbres de cuando comíamos con uno solo, como la de rebanarlo obligatoriamente con el pan:
–Alberto, vete untando bien el plato, que enseguida te echo la tortilla.
Teníamos por televisión una grundig en blanco y negro cuya antena sólo recogía la señal de la TVE1; la UHF comenzamos a verla con nitidez con la compra de una televisión en color y la llegada de las cadenas privadas. La aparición de Tele5, Antena3 y Canal Plus desató una guerra de los hijos contra los padres, pues los mayores se mostraban reluctantes a todo tipo de cambio:
–¿Qué tal los hijos, Piedad?
–¿Los hijos? ¡No me hables de los hijos! Ahí están, pegados a la tele, cambiando de canal todo el rato.
–¡Huyy! ¡Igual que los míos! ¡Qué desgracia! ¡En mala hora han aparecido los canales!
El rechazo a cambiar de cadena era tan exagerado y nos lo tenían tan prohibido en su presencia que mis hermanas y yo aprovechábamos para hacerlo cuando mis padres o mi tío se iban al baño o a la cuadra o adonde fueran. Ahí es donde se producía uno de los hechos más recordables y risibles de mi adolescencia: para sorpresa mía y de mis hermanas, comprobamos que la argucia funcionaba y nuestros padres, una vez vueltos del baño, continuaban viendo la nueva película con advertido asombro pero sin denunciar nada. Por lo menos, claro está, si el cambio no era muy descarado. Sólo mi madre se atrevía a hacer algunas preguntas para resituarse:
–Pero, ¡cómo! ¿No se había casado ya?
–No, ama, lo de antes había sido en sueños.
–Ah.
Con este tipo de trampas íbamos disfrutando poco a poco de los canales privados antes de que nuestros propios padres fueran acostumbrándose, pues otra de las características que observé en los mayores era esa, que después de cinco o seis meses de rechazo frontal a lo nuevo comenzaban a habituarse, y al cabo de dos o tres años se podían convertir en campeones del cambio de canal, como sucedió con mi padre, que fue el que más utilizó el mando a distancia cuando ese nuevo artilugio apareció en nuestras vidas, un artilugio al que también se enfrentaron al principio de manera instintiva, como era en ellos habitual.
Siempre me pareció revelador aquel detalle de mis padres, en otros asuntos tan inteligentes, pero incapaces de darse cuenta de una trampa tan burda como la del cambio de canal. Se encontraban viendo una película del oeste en que la protagonista era una rubia veinteañera de corsé superapretado y, de pronto, apenas se iban al baño y volvían, se encontraban con que la rubia se había vuelto morena, y ahora llevaba una falda recta, y había cambiado el Colorado por las calles de Roma, y en lugar de sospechar ninguna trampa, pues era evidente que lo notaban, y la prueba eran las caras de sorpresa que ponían, al punto de que mis hermanas y yo debíamos hacer esfuerzos por refrenar la risa, seguían viendo la película como si nada, pensando sin duda que la película había cambiado por exigencias del guión, o que las asombrosas alteraciones se habían operado en esos cinco o diez minutos que habían abandonado la pantalla, o simplemente la película era un cortometraje y ahora estaban dando otra. Llevaban veinte años viendo un sólo canal de televisión, pues ya he dicho que la antena de Astobieta no cogía la UHF, y la costra de la costumbre les había hecho tanta mella que ni siquiera se les pasaba por la cabeza la posibilidad de una trampa. Ahí vi la enorme zanja que se abría entre ellos y nosotros, entre sus cerebros de un sólo canal y desconfianza instintiva a lo nuevo y nuestro cerebro de varios canales que no sólo no temía a las novedades sino que las anhelaba, las pretendía, iba tras ellas. Coincidía además que mi madre solía tener pesadillas por la noche con algunas películas y en aquel tiempo esas pesadillas le aumentaron, por lo que años después, cuando todo el pastel se había descubierto y nos reíamos mucho recordándolo, le vacilábamos continuamente en el plan de ama, cómo no ibas a tener pesadillas, si te marchabas al baño toda inocente y a la vuelta te encontrabas con que Tom Cruise se había transformado en Danny de Vito.
. Publicado por Neorrabioso en 16:59
Etiquetas: el hijo de Puskas
8 comentarios:
Está simpático y emotivo. Gracias
Bs
Ah, gracias
jjjj, que atrapa, que cautiva. No me salía la palabra.
¡ Jo !, qué poco habladora es la gente de tu blog.
¡ Y tú que nunca estás, que estás siempre de viaje...!. Acabáramos, jjjj
Deja puesto el contestador automático, jjjj
A tí, Neorrabioso.
Son unos cabroncetes mi querido Víctor.
Ni vienen siquiera ya.
Me he ído un poco pero porque me era necesario.
Ya he vuelto.
Un beso.
Oye,,pero volviendo a las cosas que escribe Bata....
...te gusta tanto o más que a mí ¿¿eh??
Claro, faltaría más. Iría en contra de mi honestidad.
la verdad es que somos lo mejores,
bueno ¿y qué?
Chuiccc
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